Lo que me duele no son siquiera la injusticia, la burbuja de ilusión de una buena administración de Marcelo Ebrard reventada a cuatro días de su fin, o la manipulación mediática de los eventos que culminaron en las protestas del 1 de diciembre. Es más: ni siquiera es la falta de empatía que está a flor de piel cuando estos eventos suceden.
Lo que me duele es ver la respuesta aberrante de los ciudadanos, de la gente que no tiene algo que perder al reconocer y señalar al Estado que cometió una violación a los DDHH. Que la autoridad diga que “se lo merecen por revoltosos” es asqueroso pero comprensible; tienen una reputación que proteger. Pero que los ciudadanos se encojan indiferentemente, casi indignadamente, de hombros y digan lo mismo… eso me parece una forma de estupidez. Una de esas que no consiguen algo más valioso que un Darwin Award.
Y es que los argumentos ontológicos en contra de la tiranía hoy por hoy son ejercicios mentales innecesarios. Seamos pragmáticos: se requiere un intelecto especial, uno de esos contrarios a la selección natural, para darle tan descuidadamente el poder a un Estado para que te joda cuando le plazca, y más en una época como la que vivimos. O sea, no me van a decir que tienen la certeza del “a mí nunca me pasará” en un país que vive en conflicto armado lleno de lágrimas acumuladas en la cubeta de los “daños colaterales”.
Y si tienen la certeza de que “a ustedes, nunca” (pues es que no son revoltosos), no soy quien para desearles la vida los contraejemplee. Ojalá nunca lleguen a una visión menos simplista por necesidad personal. Pero si la vida no los trata tan bien, no se sorprendan cuando el sistema ya no esté de su lado. Cuando la tiranía y el desgano de la mayoría no los protejan de injusticias como las que se sufre cuando uno tiene la mala fortuna de encontrarse en el lugar y tiempo incorrectos.
Porque, finalmente, ese día ustedes serán los revoltosos. Y así tal vez sentirán ese dolor en su DF.